Bienvenidos a la Atalaya...

El caminante recorre el sendero, azotado por el viento que canta a las nubes tormentosas. Sus pies pisan la hierba de la ladera, mientras, no muy lejos, el sonido del mar chocando contra el acantilado hace compañía a la brisa salada. El caminante eleva su vista, y allá, en lo mas alto, casi al borde del mar, vislumbra una torre de piedra ocre, eterna vigilante del horizonte. En lo más alto, una figura encapuchada, apoyada en su cayado, eleva un farol que titila con la luz de su pequeña llama. El caminante prosigue su ascensión, y es entonces cuando la puerta de la torre se abre, invitadora, y de su interior surge un resplandor que promete un cálido fuego y grata compañía.

El Ermitaño le da la bienvenida a su Atalaya.

lunes, 28 de octubre de 2013

El hombre en la ventana



        Podría ser una noche de palabras tristes. Podría ser una noche de lamentos, de olvidos que no son olvidos, de amores que dicen no sentirse, pero que no han curado. Podría ser una noche de lágrimas, de heridas en el alma, de recuerdos.

Si, es la noche ideal para los recuerdos. Más allá de mi ventana el viento corta la piel, y el hielo entra hasta el alma. No hay estrellas, solo frío, y luces macilentas de farolas. En el alfeizar, sentado, evitando el toque gélido de los barrotes, espío desde mi particular atalaya cómo transcurren las horas bajo la mirada de una luna ausente. Sin duda, es la noche ideal para los recuerdos.

Se cuelan en mi cabeza memorias que nunca ocurrieron, y me veo, esta noche, rememorando lo que nunca pasó. Me siento, como me he sentido en mil noches similares a esta, inundado de los “qué pasaría si…” solo que esta noche no me hacen pensar en lo que tantas veces añoré, y ahora tengo. Bajo esta luna, hoy pienso en qué pasaría si perdiese lo que a mí ha llegado.

Y me veo, si te perdiese, caminando en la sombra fría de una noche como esta, perdido en un laberinto de añoranzas y anhelos. Me puedo ver, cambiado, oscuro, vistiendo la máscara de quien se interpreta feliz antes de volver a su paseo por las sombras. Todo lo que contigo he aprendido diluido en el helado viento. Todo lo que me has dado desdibujado en una memoria imperfecta. Todo lo que te he amado, olvidado, hundido en el vacío mar de la distancia. Todo lo que tú me has amado guardado con esmero, oculto, anudado en un lugar de mi corazón que siempre niego. Diciendo “ya no la recuerdo”, cuando en realidad seguiría por ti muriendo.

Me siento sentir que no te siento. Que tus dedos no me tocan, y palpan un mundo que me es ajeno, un cuerpo que no es el mío. Que tus ojos miran paisajes a los que soy ciego. Me puedo ver invidente, corroído, pensando en qué senderos clavan sus guijarros en tus pies, tratando de caminarlos, o de evitarlos. Me puedo oler, pues huele a humo el que se quema lentamente cuando siente, lejano, que la vida de lo amado transcurre a una distancia inalcanzable, en un lugar que siente su derecho.

Podría ser una noche de palabras tristes. De terror, de frío bajo la manta solitaria, de silencio. De miedo a perderte, que me llevaría a envenenarme poco a poco, a corroerme, a temer un futuro incierto del que la única certeza es que, hoy día, lo imagino a tu lado.

Pero esta noche voy a cerrar mi ventana, para que el helor no penetre en mi alma, para que el temor no duerma en mi cama. Y voy a acercarme al calor que tú me das, de cuyo fuego estoy seguro, y del que espero que siempre permanezca, aunque algún día bajen sus llamas y solo sean brasas, y otros días me abrase. Y fundiré mi miedo para que alimente mis propósitos, de que donde hoy hay fuego nunca haya cenizas.

Podría ser una noche de palabras tristes.

Pero prefiero decirte lo mucho que te quiero.



Curiósamente, la última carta de amor que escribí a una mujer, antes de que el amor se marchase. Aquella noche, aquel frio terrible, aquella calle mál iluminada, escondían secretos que quedaban, pues, muy lejos de mi entendimiento. Era una noche de verdades, de destino. Pero yo tenía frio, y ganas de abrazos.

Amanece



Morfeo se despide de mí cada mañana con el gruñido de un despertador. Sigo sin acostumbrarme. Diez mil excusas para no ponerme en pie recorren mi cabeza en esos instantes previos al despertar. Casi logran sobreponerse. Todos tenemos razones para desear quedarnos en la cama, incluso cuando las sábanas están frías y solo huelen a sueños solitarios.

Recorro las tinieblas y las apago pulsando el interruptor de la luz. Aun es de noche más allá de mi ventana. Quizá también es de noche dentro de mi piel, casi nunca lo sé de seguro. Y sin embargo sigo mi guión, y desentumezco mi cuerpo del insuficiente sueño.

Café frío, galletas de fibra, y mil líneas de pensamiento: el desayuno de los campeones.

Mi mente juega en estas horas en mi contra. Recuerda una a una todas las muescas que arañan mis engranajes más básicos, esas pequeñas heridas que casi nunca curan: la desilusión, el estrés, la acechante pena. Las toneladas de estiércol que tantas veces me han hecho pensar que crecer, y madurar, no es más que entrenar nuestra capacidad para soportar el consumo de cada vez mayores cantidades de mierda. Y sin embargo se disipa el veneno de la memoria poco a poco, conforme los ojos permanecen abiertos con menor dificultad. El café, frío y repugnante como una taza de alquitrán, diluye las desdichas hasta hacerlas llevaderas. Las que se resisten me las trago con ayuda de mis galletas “Digestive”.

Hay quien hace yoga o utiliza mantras para enfrentarse a un nuevo día. Yo me ducho. Supongo que soy un tipo sencillo, o quizá solo una persona limpia. Me explayo bajo el agua, a sabiendas de que es el último placer casero antes de la jornada. Salgo de casa, aun a oscuras, y las preocupaciones me esperan en el quicio de mi puerta. No llevan mochila, pero me acompañan hasta el coche, con la firme intención de pegárseme a la piel durante el resto de mis horas. Arranco el motor del coche, enciendo la radio, y “Muse” rompe el silencio activando mis oídos con “Knights of Cydonia”. Me pongo en movimiento.

Entonces, de entre la maraña de recuerdos desdichados y preocupaciones eternas surge un tímido recuerdo, de esos que se repiten cada día, pero que solo vienen a nuestra mente cuando el momento que los arrastra se acerca inexorablemente. El café y el reloj me han despertado esta mañana, pero el momento que me catapulta cada día solo llega cuando mi coche toma ESA recta en concreto. Ha llegado.

Al final del camino, triunfando sobre la oscuridad, un sol rojo como la sangre ciega mis ojos y llena mi alma. El cielo se tiñe de su luz justo cuando “Muse” truena en mis oídos con el solo de guitarra. En ese momento mi sangre brilla y sé que, aunque no lo veo, mi cuerpo se enciende al rojo vivo y mi corazón bombea lava. Entonces todo queda fundido y la escoria abandona mis pensamientos. Pienso ahora en toda esa gente que adora la muerte cuando no han llegado a saber qué es la vida, pienso en la débil misantropía de todos aquellos que dicen odiar a las personas cuando en realidad solo las temen. Pienso en las triviales memeces que asaltan sus cabezas, entre las cuales hace un instante se encontraba la mía. Pienso en quienes no son capaces de disfrutar la maravilla de la vida, la filigrana de sus existencias, los placeres más sencillos y los más complejos y delicados. Y todos ellos se funden en el fuego rojo que el sol infunde en mi corazón, y se esfuman como humo cuando mi cuerpo es incapaz de contener esa fuerza, y la libera pisando el acelerador. A veces grito, henchido de energía y de vida, mientras el Gran Rey me mira y me bendice. Y sé que por insignificante que sea nuestra existencia, por desesperanzador que sea nuestro porvenir, al menos existirá siempre una razón, una llama, algo por lo que cada día merece la pena levantarse:

Amanece. Y no es poco.

jueves, 15 de enero de 2009

Mujer de Otoño


“Penélope me mira con sus ojos de otoño.

La veo por el rabillo del ojo, y al sentir mi mirada, se escabulle como una ardilla traviesa y se cuela en mis sueños. Entonces me vuelvo, y la encuentro sentada, quieta, tan delicada. Casi parece una muñeca, de tan frágil, de tan fina, con su minifalda sobre leotardos de negro y púrpura. Tan frágil, y tan mujer, pues su piel blanca, desnuda lo justo para alimentar la imaginación, cubre sus tímidas curvas. Tímidas, pero no ausentes.

Penélope baja la vista hacia un libro que descansa en la mesa. Hace como que lee, pues se sabe descubierta. Se oculta, juguetona, tras una cortina de rizos negros, que al cubrir su rostro de hada traviesa también parecen más delicados. Tras su pelo me mira, con la sonrisa dibujada en su boca, tan delicada, y tan voluptuosa. Tan de niña y sin embargo tan sensual. El piercing que adorna sus labios parece invitar a la delicia. Como un cebo de plata.

Penélope, que se sabe observada, se vuelve hacia mí con porte digno. Pero la delata la sonrisa que se escapa por el borde de su dulce boca. Frunce su ceño, y sus cejas, de tan finas, más parecen formar un puchero que un rostro de enfado. Se burla de mí, y yo de ella. Y los dos reímos. Entonces su mano se eleva, casi ingrávida, tanto que parece una estela en un río. No son sus dedos de porcelana, apenas puedo definirlos. Solo sé que son las manos que tendría el otoño si fuese una mujer, como de nieve por fuera, pero cálidos y acogedores, igual que al hacer un cuenco con los dedos entrelazados y liberar el aliento para ganar calor. Penélope coge uno de sus rizos, y lo coloca tras la oreja. Entonces se acomoda, mientras dirige su rostro directamente a mí.

Se mueve como si un viento meciera su cuerpo de junco. Y en su soplo, como un humo blanco de leña, se diluye la risa de Penélope, y viene a mi rostro. Su risa huele a abrazos frente a una chimenea, a caricias bajo una manta, a tierra mojada en el amanecer. Repica como las gotas de lluvia tras los cristales.

Penélope siempre sonríe, incluso cuando llora.”

(Autor de la fotografía: Eduardo las Heras, "Luz de Otoño")

martes, 10 de junio de 2008

Paisajes de batalla


Estiro uno a uno mis músculos, flexiono mi cuerpo y toco cada una de sus articulaciones. Observo la línea que marcan los gemelos en la pierna al estirarse, y siento los músculos estremecerse ante la tensión mientras se deslizan bajo la piel. Me preparo, miro una vez más al suelo, al horizonte, al camino. Empiezo a caminar, acelerando poco a poco el ritmo de mis pasos. Diviso entonces el que he convertido en mi límite de partida, y como me acerco poco a poco a él. Entonces llevo mis manos al cuello, y con un gesto coloco sobre mi cabeza el visor de brillante acero y el sonido se amortigua bajo el metal del yelmo. Ya solo puedo ver el horizonte infinito, la llanura que me separa de mi objetivo. El enorme territorio, poblado de una inmensa pradera de intenso verde, se convierte en mi camino. Siento el peso de la armadura sobre mi cuerpo, pero tan solo durante unos instantes, pues con un ligero gesto el frisón sobre el que cabalgo se lanza a la carrera, con sus poderosos músculos moviéndose bajo su piel negra, mientras el vapor sube desde su sudoroso lomo. El caballo relincha mientras la pradera se desliza bajo sus cascos azabache, y la cota de mallas tintinea sobre mis hombros a cada paso de la bestia. Avanzamos juntos, como llevados por el viento, y a lo lejos oigo ya los sonidos de los cuernos de batalla. La pradera deja ver poco a poco los estragos de la guerra, y al ascender la siguiente colina las siluetas de diez mil hombres ensombrecen la tierra bajo sus pies calzados de cuero tachonado. Veo al enemigo acosando a mis guerreros con sus insidiosas tácticas: nos superan en número y la batalla es desigual en todos los frentes. Entonces, dirijo el rostro de mi montura en dirección a los enemigos. La bestia comprende mi acción, y sin miedo comienza su galope. El enemigo, que enarbola sus lanzas en otra dirección, mueve ahora sus armas para enfrentar a la nueva amenaza. El bosque de púas de acero me saluda como la sonrisa de un demonio repleta de dientes. El corcel no detiene su paso, y cuando la muerte parece inminente, un salto de sus poderosas paras lo eleva sobre el muro de lanzas, y cae aplastando al enemigo. En mi lanza se ensartan los cuerpos de varios desgraciados. Puedo ver sus rostros sucios, malvados, mirar con horror el hasta de hierro que les ha arrancado la vida. Pero aun no han exhalado su último aliento cuando mi espada siega ya el alma de sus compañeros de armas, que caen uno a uno bajo mi furia vengadora. Sus lanzas hieren mis piernas y el costado de mi fiel corcel, pero los daños de los cascos de la bestia se unen a mis mandobles hasta que nuestros enemigos, horrorizados, se baten en retirada. El enemigo huye despavorido, y con un nuevo galope, nos unimos a nuestros camaradas, brevemente liberados del ataque al que estaban sometidos. Nos reciben con vítores y alabanzas, y los hombres se reúnen junto a mí y se preparan, henchidos de orgullo, para contraatacar a las huestes enemigas. La mano de un escudero anónimo me entrega un mástil en el que ondea, orgulloso, en un estandarte de terciopelo ajado por la batalla, un trece blanco sobre un fondo negro. Bajo el emblema de la compañía, mi grito de guerra es coreado por mis hermanos, y nos lanzamos hacia el enemigo. De nuevo sus lanzas se elevan, formando un muro de muerte. Ya casi podemos sentir su frío acero cuando detengo mi carrera. Recupero el aire, y golpéo levemente el artefacto, que ha dejado de funcionar. Apenas un segundo después el sonido vuelve a inundar mis oídos, y bajo su ritmo el enemigo cae de nuevo rendido. Sus gritos se mezclan con la furia de mis hermanos, cuyas espadas cosechan ya las cabezas de los lanceros. Sin embargo, un horror sombrío parece cernirse sobre sus ánimos, que poco a poco se apagan, y la lucha pierde fuerza. Tras las líneas de la infantería enemiga una enorme silueta se eleva contra el cielo. El gigantesco dragón, rojo como las entrañas de la tierra, se levanta desafiante sobre el campo de batalla. Entonces, abandono la formación, y levantando la espada al aire, clamo por un combate singular. El jinete del dragón, el señor de nuestros enemigos, acepta el reto, pues en ese momento el dragón comienza a descender en picado sobre mi cabeza. Veo el fuego abandonar sus fauces, pero sin sentir miedo espoleo a mi poderoso corcel, y levanto el estandarte de la compañía con orgullo mientras blando mi espada sobre la cabeza. Entonces se produce el choque, y en el infierno de llamas y acero vuelvo a quitarme los cascos de los oídos. Me detengo, resollando, y bebo en una de las fuentes sembradas en mi recorrido habitual. Veo a los transeúntes, con su ropa veraniega, mientras pasean junto al mar. Miro entonces mi aspecto: mi camiseta sin mangas, mis calzonas y mis zapatillas deportivas. El sonido de la música me llega desde los cascos que ahora penden de mi cuello. No debo detenerme demasiado, hay que terminar la carrera diaria. Me dispongo a continuar, estiro las piernas, respiro profundamente, y mis pies se mueven de nuevo mientras llevo de nuevo a mi cabeza el yelmo destrozado por la batalla. El enemigo yace derrotado, y la victoria ya es un hecho. La labor ha concluido y puedo dirigirme hacia un nuevo reto. El horizonte me recibe, con los rayos de sol brillando sobre la verde pradera, mientras mi corcel galopa, bajo mis piernas, en busca de la siguiente aventura.

lunes, 12 de mayo de 2008

Latido



Late,
cuando deshago los nudos que aprisionan tus secretos,
y caen al suelo los velos tras los cuales se ocultaba
tu piel desnuda.

Late,
cuando caminan mis manos por el pecado de tus sendas
mientras me quema el fuego de tu alma, por el deseo
enfebrecida.

Late,
y la pasión fluye, líquida, y se convierte en río
que corre anunciando la caída de la fortaleza
hoy asediada.

Late,
y me anudas con tus miembros al mástil de este Argos,
viéndote sirena, esperando la canción de tentación
por ti cantada.

Late.
Marcan el ritmo tus caderas
en esta danza.

Late,
herida mi razón, de lujuria
es tu lanza.

Late,
cazado, huir de ti no no es ni deseo
ni esperanza.

Late,
callada.
Late,
ardiente.
Late,
me fundo en tu vientre de lava.

Late,
sonriendo.
Late,
atada.
Late,
cuando eres mi dueña y mi esclava.

Late,
gritando,
Late,
cabalgas,
Late,
adicción, tentación desbocada.

Late,
gimiendo.
Late,
entonas,
Late,
canción de pasión desbocada.

Late, late, ¡Late!

Late,
perlado todo tu cuerpo con estrellas de agua y sal.
Y el mió, bajo el tuyo, se barniza con el deseo
por tí vertido.

Late.
Aun estremecida te dejas volar un instante.
Yo me quedo guardándote del mundo, protegiéndote,
a ti abrazado.

Late,
y el brillo, hipnótico y pleno, de tu mirada,
me dice que, ahora, el apetito de tu cuerpo
está saciado.

Late,
y escucho detenerse el batir de tus alas de cisne.
Se acalla la llama de tus ojos cuando tu alma
descansa a mi lado.

Junto a mí,
tu cuerpo
late.

* * * * *

Un pequeño poema, que demuestra por qué no debo ser poeta.

lunes, 21 de abril de 2008

Yo soy miles



Me miras, y ríes.


Te crees sentado en un escaño superior, pues mis pensamientos te parecen infantiles e inútiles. Tu coraza es la realidad, y tras ella sientes poder, pues ves mis ojos dilatados y perdidos, como clavados en algo que no está delante de mi rostro. Tus carcajadas resuenan, y haces de su aura tu manto, e incluso buscas otras risas afines. Entonces, mi mirada vuelve a mis ojos, que se clavan en los tuyos. Te encoges, porque en mis pupilas percibes un poder que desconoces.

Tú, que ni siquiera ves los barrotes de tu jaula, no sabes ante quienes te hayas. Pues yo no soy uno sino muchos, uno en todos, todos uno, y mi mente facetada te deslumbra. Sientes la libertad que recorre mi cuerpo, y las ataduras que te mantienen preso, y me ves, nos ves crecer ante ti. Pues Yo soy.

Yo he besado las sandalias de Arturo, y en su corte me han armado caballero. Yo he luchado contra sajones y bárbaros, junto a los que las leyendas han hecho grandes. Yo he visto Camelot con mis ojos, y mil veces he pisado sus piedras. Pues yo soy Sir Laín, señor de las bestias, y a mi paso la gloria del rey ha brillado como el sol.

Yo he sentido en mis músculos la fuerza y el poder, y en mi hacha la sangre de los demonios. Mis horizontes no tienen fin, y he conocido lugares que ni siquiera sueñas, de torres altas como el mundo, o planicies extensas como el infinito. Yo he saboreado el calor de la forja, y el acero que mi mano ha conocido es ahora leyenda allá donde ha segado las almas de los enemigos. Pues yo soy Thuoros, el del Puño de Hierro, mi barba es tan larga como honorable mi estirpe, y la forja es mi madre.

Yo he invocado el poder del rayo, y de mis dedos han surgido como llamas vengadoras las tormentas. En el corazón del mundo he luchado contra la tiranía, y las fantasías finales de los enemigos de la libertad he destruido. Pues yo soy Kildames el mago, engarzador de materias.

Yo he empuñado la muerte, y con ella he bailado sin miedo. He recorrido el espacio, he respirado cien atmósferas, y los titanes han sido mis compañeros de batalla. Como un fantasma he luchado en guerras en las que mis enemigos temían mas mi presencia que mis armas, pues al oírme susurrar en el silencio sabían que su fin era inminente, y nada podía evitarlo. Pues yo soy Gabriel, el de la mano firme, y mis certeros ojos púrpura han sido la última imagen grabada a fuego en la retina de cientos de hombres.

Yo he surgido de la esclavitud, torturado durante años, para labrar mi camino a la libertad, y a las alturas. No verás mi mano detenerse, pues es firme y diestra. Mis brazos de acero han arrancado la voluntad a los que han intentado arrebatar la mía, y acorazado en el corazón de gigantes de hierro he luchado. Pues yo soy Aetrus, un hombre libre, y no hay desierto ni jardín de acero, señor del crimen o Elegido, que mi destino haya podido truncar.

Yo he vestido la armadura de cruzado, y con ella he recorrido todos los mundos que se apoyan en las ramas de Yddgrassil. En mi espalda, dos alas flamígeras han sido el estandarte de un ejército, portando con orgullo un XIII en nuestros brazos. Bajo mi espada el mal ha sentido su fin, y de mi cuerpo han surgido las llamas blancas de la purificación. Pues yo soy Karadras, capitán de la Decimotercera Compañía, el legendario Maestro de Armas.

¿No lo ves? ¡Ciego y necio! Para mi no hay horizontes, pues mi mente ha acompañado a Mazzepa condenado en la planicie, y he cabalgado en el lomo de Fuju. He compartido la carga del Único con un mediano, y a mí se han abierto las puertas ocultas de los reinos de los Eldar. A la vera de Muad Dib he conocido a Shai Hulud, y la melange he probado en su palacio. Junto a Legrasse he recorrido los ominosos pantanos, ¡Y mis ojos han visto al gran Cthulhu!

He luchado en Trafalgar en la proa del Antilla, y en Sbodonovo he ganado una insignia de la mano de un emperador. Junto a Ramses he vencido en Kadesh, y bajo su reinado he conocido la gloria.

¡Contempla mis alas! Pues ante ti se halla Malebolgia, el caido, al que la noche teme. Y no hay rincón que no haya visitado de cientos de Reinos Olvidados. Bajo el trono esmeralda mi katana ha contemplado las llanuras oscuras de la tierra de Fu Leng. Incluso he sido maldito, sin poder contemplar el sol, eternamente destinado a la oscuridad.

Ignorante, encerrado en la celda que es tu percepción, no comprendes como pude ser tantos si solo soy uno, no ves mas allá de las paredes de este finito horizonte que llamas “realidad”. ¿Quieres saber a donde miran mis ojos cuando parecen perdidos? A todas partes, pues para mi no hay barreras, y si las encuentro, las destruyo. En mi mente nacen mundos que tu no puedes siquiera concebir. He ahí mi poder sobre ti, y tu necedad apenas me importa. Pues mientras tú te sientes superior en la certeza de los límites, yo soy libre.

Y bajo mis alas, soy miles. Y bajo mi vuelo los mundos cambian, según mi voluntad.


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Dedicado a todos aquellos que no se conforman con la realidad: a los nuevos escritores, a los que crean mundos de fantasía o ficción, a los rompedores de los límites. Y, por supuesto, a los Roleros, que son miles en uno, y uno en miles. A todos vosotros.

Eliminad vuestros velos, buscad las puertas que os conducen a otros mundos. Un libro es mas que papel, es una entrada a un lugar que, cuando lo conozcáis, no deseareis abandonar.


Os saludo, os saludamos. En el universo sin fronteras hay lugar para todos, y la única decisión es entrar, o permanecer fuera. Os saludo, os saludamos, pues habéis llegado a un lugar donde no se ofrecen mapas de ese mundo, pero que sin embargo se encuentra dentro de sus límites. Os saludo, pues el lugar donde os halláis, esta torre junto a un acantilado, donde el viento es fiero, es mi refugio. Pues yo soy El Ermitaño, y desde mi Atalaya podéis vislumbrar un horizonte infinito, si aceptáis la invitación.

Canope de barro


Canope de barro

Siempre cierro la mano demasiado tarde
y por ello se escapa siempre el ave
que en mi palma come.
Y cada vez que huye me hago la misma promesa:
“la próxima vez cerrarás la mano a tiempo”.
pero nunca lo cumplo.

Siempre vuelve, confiada, al calor entre mis dedos.
Y me deja ver los colores de sus plumas.
Me promete su compañía.
Solo pide que la atrape,
que arrebate su movimiento
al caótico viento.

Pero vuelvo a ser Cristo y Pedro.
Tres veces, cada año, me niego.
Niego mi nombre y las promesas
que a mi alma le hago.
Más traidor si cabe que el apóstol,
pues para mí mayor es el plazo del gallo.

Hoy siempre es mañana,
y mañana siempre es mejor día
para manchar de sudor mi rostro.
Pero mañana siempre es hoy.
Un día más quemado en la hoguera
del arrepentimiento por lo no cumplido.

Y sin embargo crezco.
Pues más brilla el hidromiel con cada hora
que pasa entre las paredes de roble.
Y siempre hay quien prefiere
beber un néctar dulce
aunque basta sea la jarra.

Vuela mi mente
en cielos siempre más altos.
Y me uno a una bandada
que no mira mis plumas de grajo.
Pero no hay banquete en esta vida
en que compita el oro con el peltre.

En canope de arcilla
se conservan las llaves de a vida.
Pero en el tesoro siempre destaca el diamante.
Y aunque con esparto vista el poeta
siempre invitan al baile
al necio cubierto de armiño.

¿Cuál es el reto?
¿Cambiar el caliz de madera
repleto de sabroso vino
por la copa de fino cristal
plena de cenizas
y estiércol?

Podría negarlo.
Gritar al mundo la desdicha
de no querer ser
vasija de porcelana.
Pero es un grito falso
proferido por un alfarero perezoso.

Pues el duelo
no es mas que cumplir la palabra.
y manteniendo la promesa de cada año
dejar fermentar el buen licor
mientras trabajo en la nueva copa
que debe cobijarlo.

El pecado
no se palia culpando al pájaro
por poseer alas,
sino entrenando la mano
para, cuando vuelva al cobijo de mis dedos,
saber cerrarla.


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Un poema de rima y métrica libre, de composición rápida. Va muy a cuento con la época en la que nos encontramos, y perdonadme las imágenes poco claras, pero prefiero dotarlo de un poco de onirismo, que a su vez, sin darme cuenta, han variado su significado de un par de frases a un universo de posibilidades.

Piedad por la mala calidad.